Amanece en la
selva. Son las 5.30 de la mañana y un resplandor rojizo aparece por encima de
los cerros que delimitan la cuenca del río Huallaga, que junto al Marañón dan
lugar al Amazonas. Los primeros rayos de sol encienden las hojas de los grandes
plataneros como si de un incendio matinal se tratara. Los gallos nos regalan su
primer concierto; algún caballo se une para hacerse de notar y los pájaros,
cual violinistas de esta mágica orquesta llenan el aire con sus trinos. La vida empieza lentamente en la comunidad.
En la comunidad nativa de Chirikyacu, desde el balcón
del albergue “Valencia Wasi”, construido con fondos valencianos, el espectáculo es grandioso. Aún no hace calor,
después de una noche fresca en la que los zancudos (mosquitos) no nos han
molestado mucho. Más allá del paisaje, el panorama es realmente contradictorio:
los techos de palma de las casas y cabañas se entrecruzan con las antenas
parabólicas para captar la TV vía satélite,
el cacareo de las gallinas que picotean junto a las casas con la música
electrónica de alguien que dejó su magnetófono a todo volumen, y los hilos y
postes de la luz (que llegó acá hace dos años), con el fuego que las mujeres
han encendido junto a la cocina del albergue, pues prefieren cocinar así, antes
que con la cocina de gas. Es un permanente choque cultural.
Ayer, cuando Carlos le decía algo en quechua a un niñito de 2-3 años, su madre nos decía que el niño aún no lo entendía bien y que se lo estaba enseñando, pero el niño ya hablaba castellano. La selva amazónica es en nuestra mente un lugar de vegetación exuberante, y así es en parte, pero al mismo tiempo el principal problema de acá es la deforestación. Vivir aquí es aceptar vivir en permanente contradicción.
Dos cosas te llaman la atención en cuanto estás unas
horas en la comunidad, que tiene unos 150 habitantes: no hay muchos niños, a diferencia de lo que
he visto en otras comunidades nativas y no hay hombres adultos, de más de 40-45
años. Pregunto a Carlos y me explica las razones: las mujeres toman un
“viborachado” (poción hecha a partir de veneno de serpiente) que les da el
chamán y que tiene efectos anticonceptivos. De esa manera regulan la natalidad. Respecto a
los hombres, su respuesta es más sorprendente: los ancianos tienen sus pequeñas
“chacras” (huertos) en Lamas. ¿Ancianos, hombres de 45-50 años? La palabra me
golpea desde mis 58 años, pero lo entiendo rápidamente: en una comunidad donde
la esperanza de vida está sobre los 55 años, un hombre de 50 es ya un anciano.
Se te hace difícil de asumir pero la explicación es sencilla. En cambio si
encuentro mujeres ancianas. Son ellas las que trabajan tradicionalmente el
barro y los tejidos, y son ellas los que enseñan el oficio a las siguientes
generaciones. Una artesanía de uso doméstico, que no comercializan, pero que
tiene un gran potencial.
El trabajo es comunitario, aunque la economía es familiar. Los hombres
llevan el trabajo de la comunidad guiados por el Apu (Jefe) que es elegido. Las
mujeres trabajan en la chacra (huerta), recogen y secan el café, a muy pequeña
escala, hacen las vasijas, tejen cinchas y cinturones, cocinan y por tanto se ocupan de recoger leña, cuidan de los niños, etc. O sea que trabajan
bastante más que los hombres, para no variar. Sus pocos ingresos provienen de
la venta del café. Han tenido ingresos durante la construcción del albergue
pues la ha hecho totalmente la comunidad: los hombres trabajando en el terreno
y la construcción, y las mujeres tejiendo los techos de palma. Ahora la gestión
del albergue, del que se ocupa la comunidad, empieza a traer algunos ingresos,
tanto por el tema del alojamiento como por la cocina. En mi último día en la
comunidad llegaron 90 estudiantes de la universidad a pasar el día, lo que
significó un día entero de preparación, pues ellas debían darles desayuno y
comida, y salieron bastante airosas.
Joan Maria Senent, profesor de la Universidad de Valencia.
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